El cuerpo humano está en constante relación con el exterior. A través de diferentes sistemas, establece una comunicación continua para mantener el equilibrio, desarrollo y protección frente a posibles agresiones externas del organismo. Uno de ellos es el sistema inmune, que analiza constantemente la presencia en el organismo de agentes extraños con el fin de eliminarlos.
En este contexto, la ciencia constata con asombro una situación excepcional: la relación privilegiada que adopta la madre gestante con su hijo -genéticamente distinto de ella- adaptando su respuesta inmune selectivamente para protegerlo en vez de rechazarlo, que es lo que se esperaría en el caso de un embarazo.
Esta comunicación tiene especial relevancia dada su enorme complejidad, tanto bioquímica como genética.
Por un lado, el sistema inmune de la mujer embarazada reconoce algo extraño a ella, con diferente genoma y proteoma, y modifica su función natural que tendería a eliminarlo, favoreciendo su viabilidad, a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo en los trasplantes, donde el organismo reacciona rechazando el órgano trasplantado por poseer proteínas diferentes a las identificadas como propias por el receptor.
Este diálogo comienza ya desde la introducción del líquido seminal en el cuerpo de la mujer, por lo que, el padre también forma parte de esta interacción.
Las primeras señales emitidas por el líquido seminal ya promueven el comienzo de una adaptación inmunológica, en la que los antígenos expresados posteriormente por el feto y la sucesión de mecanismos de tipo humoral y celular que protagonizará la madre en último término, perfilarán un entorno de equilibrio homeostático, en el que se desarrollarán los procesos de inmuno-tolerancia destinados a proteger la nueva vida, frágil e incipiente.
Tal y como explicamos en artículos anteriores, el embrión comunica su presencia a su madre desde el momento de su fecundación, en las trompas de Falopio. Este modifica el sistema inmune de la madre segregando interleuquinas que actúan en receptores específicos de la madre, con intención de “avisar” de su llegada provocando la activación de factores de crecimiento y protección, entre otras, para favorecer su desarrollo y crecimiento.
El principal responsable parece ser el complejo HLA-G7, determinando una respuesta específica de los linfocitos T maternos. De esta manera, el embrión evita que los linfocitos T citotóxicos, los natural killer, ataquen e interrumpan su desarrollo.
Asimismo, la madre responde a este diálogo limitando la respuesta celular mediada por linfocitos T helper e intensificando la actividad de los linfocitos T reguladores; atenuando la acción de las células natural killer (encargadas de la lisis de células tumorales); o con la regulación hormonal. De esta manera la madre y el feto quedan, al mismo tiempo, protegidos de posibles agresiones externas, a la vez que el organismo de la madre respeta el crecimiento y desarrollo dentro del vientre.
La fecundación in vitro puede modificar este equilibrio, ya que se prescinde de las primeras señales emitidas por el líquido seminal y la comunicación del blastocisto con su madre en su tránsito por las trompas de Falopio.
Este admirable diseño de la naturaleza avalado por la ciencia, que cambia sus estándares para proteger la vida del embrión humano desde incluso antes de su concepción, contrasta con el actual pretendido “derecho a abortar”, o sea, actuar exactamente en la dirección contraria que la naturaleza señala para la relación inicial de una madre con su hijo, orientada a su protección. La naturaleza acompaña y protege la vida naciente, y nuestra obligación es respetarla y promoverla. No existe en ningún caso el derecho a extinguirla.
Autor: OBSERVATORIO DE BIOETICA UCV